Negro de mierda.


Me robé, no fue de arrebatada, fue premeditado, apenas doblé la esquina, me robé un pedazo de luna. Para demostrar que lo imposible nunca es definitivo. Mientras exista la literatura. Me metí el puñado de luna en el bolsillo -justo pasaba un patrullero, ésa es la infaltable parte de cursi de toda historia sensible- y lo apronté para el descarte. Yo fui criado en esos términos. Pero mi parte oscura, la que ama el peligro, es como una anomalía generacional. Quizás incidan los quilombos familiares de la infancia o quizás en el boludeo del libre albedrío existencial, decidí, un día que no recuerdo, vaya uno de los comisarios sanitarios a saber cómo estaba, tener eso. En una cartuchera para pistolas al lado del pulmón. Donde van a parar los quinientos mil cigarrillos diarios que fumo.
¿Tendrán, me pregunto a veces, todas las personas del planeta, en la India, en África, en los planetas habitados que desconocemos, en Formosa y Chaco, en Puerto Madero y Singapur, tendrán todas las personas una parte oscura, vergonzoza, con la que luchan de vez en cuando y por ahí, quizás ellos, todos los seres humanos del planeta menos algunos, le ganan, tendrán todas las personas conscientes de esa parte oscura las ganas de robarse un puñado de luna sabiendo que lo estás escribiendo, furioso y encerrado, para que se te rían, para que te quieran, te tengan lástima o para tirar una botella al mar de la indiferencia?
A ver. 
Vamos por partes. 
¿No estaré loco?
No tiene mucha importancia, más que para mí. Que apenas soy yo. Con pretensiones de ser todas las vidas disponibles. Mentira. Con una sola vida, más o menos ordenada, me conformaría. Yo salté arriba de un colectivo con mi caballo y viajamos toda la avenida esperando que sea cierto. Porque no tenía las vidas imposibles al alcance de la mano donde sacar la tarjeta de crédito. Porque no me animé a ser el que quería. Porque no sabía qué quería. Porque así son las cosas. 
Y esta pasión de obituario me está desgarrando. Se agrava. No se calma, como creía, con los años. Las contracturas, la calvicie, la panza, la pija que duda antes de pararse ante cualquier posibilidad de amar, la respiración agitada, de pronto, la puta madre, al subir las mismas escaleras de toda esta vida porque siempre vuelvo a Paraná a la casa de mi vieja y de mi abuela, de pronto, el peso idiota de los años -o sea, las cuentas pendientes- se te tira encima y es un segundo, uno solo, como, me acuerdo, qué feo, bah, no, es lindo, como ese instante, una vez le dije, a una novia que tenía y ahora, es de las pocas que me detestan, y ella, creo, me detesta, no importa, este viejo zorro le guiñaría alguna oración si supiera que puede leerme, le dije, una vez, en la cocina: viste que hay un momento, es menos de un segundo, es un instante, nadie sabe cuánto dura un instante, pero es como los sueños lindos cuando te despertás y querés volver a dormirte para volver a estar en el colchón de flores de ese sueño que ni siquiera podés recordar más que una cara y una pileta y unas sombrillas y una trama sin sentido, es un instante, pequeñísimo en el cosmos de una vida entera, un instante donde la querés hasta el hartazgo, donde te enamorás de ella y del mundo y del planeta inmenso y ese instante se va y lo querés repetir, atrapar, contener, devolver, te da bronca, cualquier mortal, yo supongo, pero qué ´puedo saber, cualquier mortal lo experimenta.
Los fiscales de la patria no junan a Javier Villafañe. Allá ellos. Acá la luna.
La interminable prosa de esas baldosas municipales; los años 80 iban al lado de las tablas de telgopor choreadas del depósito del club para que en los días de lluvias torrenciales nos deslicemos en las alcantarillas de la calle misiones hasta el fondo tremendo que daba al puerto y al eterno, tosco y misterioso, río Paraná. Ese río de remolinos que se llevará todas las anécdotas que durante un tiempo se contarán d emí cuando me muera y después el olvido lento como cuentagota y remolino y esos pozos y el agua con color de mierda me olvidará y seguirá el ciclo vital y fatalmente sinsentido de la biología, simple, sencilla y melodramática como fueron los funerales de los amigos de la infancia que ya han muerto. 
Viste esos jeans jardineros que tienen tirantes que te cuelgan de los hombros. Y unas zapatillas de esas sin marca. Y dame la luna, al borde del precipicio recortado de un edificio altísimo. Y que el señor del jardinero sea titiritero y que viva en un barco y que nadie le reconozca su genialidad como poeta y que sienta, en una panza de océanos de grasa, que por lo único por lo que vale la pena luchar por un mundo mejor y una vida mejor son los niños. Y patee una piedrita. Y se vaya a la mierda. 
La última vez que jugué a las escondidas en las calles de mi infancia me metí en un baldío, trepé unos techos, creo que eran de chapas, esquivé postes de luz, bajé por un alambrado. Y aún no han logrado encontrarme. 
Y no, no me encontrarán jamás. O no me encontrarán vivo. 
Le debo a Ernesto Tenembaum darme cuenta de eso. 
Yo tenía un yo-yo con Fido Dido que lo gané juntando siete tapitas de Seven Up. Gané el concurso de yo-yo en la Feria del niño, en los galpones deportivos de mi escuela primaria, salesiana y hermosa, me dieron un juguete, era un camión, amarillo violento, mi color de entonces favorito, junto con el turquesa, pero el camión era amarillo violento con rojo tosco, yo, qué importa, estaba encantado, había demostrado, en un escenario, que podía ganar algo. Yo me comía el mapamundi, tenía tantas esperanzas, creía en el devenir de testarudas fantasías, esos espíritus posibles, que nos habitaron la infancia, yo tenía 9 años y miedo a todo y ganas a todo; con mis ganas suicidables y mis miedos voluntariosos, los miedos que me hicieron, me formaron, me salvaron de una vida puerilmente respetable. Yo creía que tener 9 años era un montón. Los adultos me miraban ya con ganas de perdonarme. Ese tono altanero y judicial que ponen en la mirada cuando vienen a retarme. Pobre, el chico, bueno, mire, el chico está loco.
Capaz que sí, estaba loco. Ya prescribió hasta la arquitectura de mi barrio.
Donde había una cancha de fútbol armada por nosotros en el cañaveral, hoy están esas torres aburridas y silenciosas que construyó la SIDE. Todo muy estereotipo. Desganado. Muerto, asquerosamente muerto. Tengo que hablar con los niños de hoy, de mi barrio. para que me cuenten cómo titiretean la siesta para escapar un rato del mundo claustrofóbico de los adultos que jamás fueron niños. El paisaje de mi barrio infantil es algo que solamente vive en las huellas digitales que le dejo al teclado. Es un mundo quieto en tu cabeza, Lucas, pero es un mundo muerto, un barrio muerto, una infancia muerta, un tiempo muerto. Amargado. Importado. Impostado, han muerto las golondrinas y los árboles, de esa infancia terrible y entusiasta que viví, pero no han muerto, viven, crueles y comisarios, los adultos que vienen con mirada vencida a retarme.
A pedirme que deje de jugar solo a la pelota.
A decirme que estoy equivocado.
A ponerme en penitencia el corazón.
A contarme que voy a fracasar hasta en la próxima ilusión. Que todavía no se me había ocurrido.
Yo tuve alas, fui superhéroe, detective privado, goleador del mundial, postrado y pelotudo en una cama de hospital por esa enfermedad celosa que es el asma.
 Después, el tiempo te va curtiendo. Rajando. La piel, sí, pero, fijate, también te hace cortes, imprecisos, con tramontina, en el alma. 
Había, plegaria idiota de la naturaleza, una inundación en esos días. Así que, a los que estaban juntando donaciones, les di mi camión, el único premio que he recibido en mi vida y que valió la pena y que tuvo un destino triste, me costó, a dos cuadras de mi casa, cuando volvía con el camión que era la prueba concreta para mi mamá y mi abuela de que yo había ganado por esa manía, la del yo-yo con Fido Dido, de quedarme solo en el patio bajo la sombra ilusa de un árbol que una tormenta quebró. Abrumadoramente el tronco. Hice la señal de la cruz y doné mi camión. 
Era una siesta imbécil, una siesta triste y nublada. 
No iban a creerme que había ganado el concurso. 
Y no era nada solidario, era egocéntrico, soberbio, un niño con amigos invisibles, con soledades visibles, con una bicicleta prestada y en el manubrio derecho la bolsa para ir a comprar el pan y las esquinas, inmensas y desterradas, volando en la bici, esquivando naves, colectivos, autos viejos, motos de la última esperanza laboral qué mierda, todo eso, fue hermoso. 
Y salió como lo planeaba entonces. 
O incluso, mucho mejor. En esos días de otoño infantil no sabía que iba a cogerme hasta la última estrofa de la mina del coro cristiano. Y que me iban a rebotar el cuádruple. Y que iba a tener, lo que soñaba, cuando pegaba con voligoma las hojas de cuaderno, para el periódico que hacía y repartía entre mis familiares, cuando la casa de mi vieja era inmensa y concurrida, ahora, bueno, los niños que poblaban los secretos, los rincones, que trepábamos la balaustrada y robábamos limones y limas y paltas y cazábamos palomas y mirábamos el tren como si ahí estuvieran todos los mapas de continentes extraños que nos enseñaban maestras de rodete y ruleros horriblemente estúpidas pero que hasta el día de hoy amamos profundamente por que ellas nos decían que había que amarlas y nosotros éramos traviesos pero educados, todo salió bien, esos niños crecimos y nos fuimos y los viejos murieron y la casa se vino abajo y todo salió como lo planeaba, tengo, lo que siempre quise, tengo lectores. Mientras haya una persona en todo el planeta que quiera leerme, valga como postal, al niño que fui, de que ganamos.
Tengo en el bolsillo, cada vez que escribo cualquier cosa, un puñado de luna y un camión amarillo.Los llevo conmigo, desde aquella vez que esperaron al pedo el kilo de pan en la bici porque jugué, la apuesta estratégica y audaz, jugué a las escondidas. Desde entonces a esta parte. Aún no logran encontrarme.
Todo salió bien.
Panzón, medio pelado, sin un peso, me buscan por los costados de lo previsible, y yo me escondí, lo aprendí de Poe, me escondí en el lugar más obvio.
Todavía estoy en el patio de mi casa jugando solo con un yo-yo de Fido Dido. Todavía quiero ganarme el premio. Todavía quiero donarlo. Todavía quiero escribirlo.

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